Capítulo VIII

El sol de principios de octubre no era especialmente brillante, pero después del tiempo que Boston había estado bajo un manto gris plomizo, al agente detective Samuel Adams le pareció una tregua agradable, aunque fuera el último estertor de un verano que murió hace tiempo.

Normalmente no trabajaba tan temprano. Los casos que le asignaban solían implicar nocturnidad, un componente que le gustaba, pero a veces era reconfortante vivir con los horarios del resto del mundo. La única pega es que no vería a Katherine, su novia, hasta dentro de dos días, porque tenía turno de noche en el hospital. Desde que hace dos meses se fueron a vivir juntos no habían pasado ni un solo día separados. Desde el principio sabían que esa situación no iba a durar eternamente, teniendo los dos trabajos que exigían flexibilidad de horarios.

En la radio el locutor anunció que eran las nueve de la mañana y comenzó a presentar las noticias del día. Por supuesto, el ajuste de cuentas entre la Mafia italiana y el barco colombiano que los guardacostas interceptaron esta madrugada era la noticia estrella de los informativos del noroeste. Desde luego, a los medios de comunicación les vino de miedo, pues la crónica de sucesos es mucho más jugosa cuando está aderezada por un puñado de cadáveres y una pizca de crimen organizado.

Y como era natural, los federales se encargaban de los casos de altos vuelos, él tenía que investigar un caso de asesinato cerca del puerto.

Pese a su corta edad, Samuel Adams era uno de los detectives mas valorados de la ciudad. Su consolidación en el cuerpo llegó hace tres años, con un caso de trata de blancas y tráfico de drogas en el que estaba implicada una célula de criminales fugitivos de la ex-república soviética ucraniana. Solo contó con tres agentes, también jóvenes, de la unidad de narcóticos de Massachussets, para desarticular una mafia de casi treinta personas, y casi cien chicas extorsionadas.

Aunque no es perfecto, el cuerpo de policía sabía cuando era beneficioso ensalzar como un héroe a un joven prometedor. Sus superiores le ascendieron con honores, al igual que al resto de la unidad, pero fue Samuel quién salió en la foto. Desde entonces, el joven detective ha tenido la desagradable sensación, más tarde confirmada, de que la Jefatura General le usaba como un bonito escaparate y un aval de cara al público para futuras disputas por el mando.

Samuel era perfectamente consciente de su situación. Odiaba sentirse utilizado, pero eso no era lo peor. Muchos compañeros con muchos más años de servicio que él le trataban como un advenedizo que había tenido un golpe de suerte y que había lamido el culo a la gente adecuada. Sin embargo, sus mas allegados le respetaban y confiaban en él, tanto en investigaciones peligrosas, como en medio de un tiroteo. Era un ejemplo para los reclutas de la Academia, y sus ponencias sobre antivicio siempre estaban atestadas de asistentes. Algunos veían a Samuel Adams como un paladín de la justicia y la ley en un mundo cada vez mas manchado por la corrupción, un policía de los de antes, a la vez que el brillante futuro del cuerpo.

Su parabrisas se cubrió de repente con gotas de agua provenientes de un charco que atraveso un camión que circulaba en sentido contrario. Eso le sacó de sus cavilaciones y se propuso centrarse un poco en lo que le esperaba en unos minutos.

A primera vista, el caso al que se dirigía no tenía nada de especial. Se dio el aviso cerca de las dos de la madrugada. Un accidente de coche, con las víctimas calcinadas dentro. Se aplicó el protocolo habitual de tráfico y no hubo mas complicaciones. Fue solo cuando el perito del seguro acudió a la escena del siniestro que se descubrió que había algo raro en todo el asunto. Por eso le despertó una llamada a las seis de la mañana de su día libre. Recordarlo le puso de mal humor. En el siguiente semáforo decidió que no pasaría nada si paraba cinco minutos a comprar café.

Sam entró en la cafetería y mientras esperaba en la cola, decidió lo que iba a tomar. Se le ocurrió que era más complicado pedir un café hoy en día que hacer la declaración de la renta.

De entre todas las opciones posibles (calculó mas de cien) eligió un Caramel Machiatto con un shot de praliné. Mientras la camarera le cobraba por el café, Sam contempló un apetitoso trozo de tarta de chocolate en el mostrador, y pidió que se lo pusieran para llevar. La camarera, por su parte, ya había metido el pedido del café en la caja registradora, y lanzó una mirada de “¿Qué pasa contigo?” a Sam, seguido por un suspiro de contrariedad. Luego canceló el pedido y en el nuevo añadió la tarta. Ni siquiera le dio las gracias al perplejo detective por ir a su establecimiento.

Sam iba a pagar con tarjeta de crédito, pero le dio los seis cuarenta y cinco en monedas pequeñas.

Salió de la cafetería dejando a la camarera con las dos manos llenas de calderilla y esbozando una sonrisa triunfal, sabiendo que le había dado su merecido. Cuando se sentó en su coche, degustó su exótico café, y pensó que no era mas que café con sirope… pero la tarta de chocolate le supo a victoria.

– ¡Hey Sam!- le gritaron desde detrás de la línea policial.- No esperaba verte por aquí.

El que hablaba era Ron Smith. Cuando Samuel le encontró entre todos los policías que rondaban por allí, se sorprendió de verdad al comprobar que no tenía un Donut en la mano, pero enseguida supuso que probablemente ya se lo habría comido.

Ron era uno de los chicos del Departamento Forense de Boston. Se graduó un año antes que él en la Academia, donde se conocieron. Por su tamaño, que algunos calificarían de insano, se veía obligado a sufrir continuas burlas. Una bastante común, y de particular mal gusto, consistía en preguntarle si se había metido en la policía forense para tener acceso a filetes gratis sin esperar a que abriera el supermercado.

Sam intentaba defenderlo cuando tenía oportunidad, pero no podía hacer nada cuando la respuesta habitual de Ron ante las pullas eran sonrojarse, rascarse el pelo rizado de la nuca y reir con una carcajada estúpida diciendo “Qué bueno chicos, tenéis razón”. No se podía defender a quien no tenía la voluntad de defenderse.

-Ya ves, Ron.- dijo Sam mientras cruzaba la línea policial.- No me dejan ni dormir tranquilo. ¿Qué tal todo?

-Bien, bien. -contestó. Una risotada nerviosa y demasiado alta salió de su garganta. – Mucho trabajo, con lo del tiroteo del puerto. Me enviaron a mí cuando vieron que aquí había algo extraño, pero tenemos a todo el departamento trabajando como locos. Eran un montón de cadáveres.

– Me enteré por la radio… Un buen caso.

– Si, es interesante, pero te contaré un secreto: ese caso es un coñazo. Muerte por disparos y arma blanca. De colegio de primaria… Pero este… Oh, este caso si que es la ostia.

Sam había visto la expresión que Ron tenía ahora en más de una ocasión, y es la misma que un fanático de las películas gore tendría en el estreno del último festival de zombies y casquería de Hollywood.

El detective conocía a Ron y sabía que no era morbo ni perversión, pues el agente forense era demasiado buenazo para eso… No. Era fascinación por cómo había sido provocada la muerte violenta de una persona. Cómo la vida de alguien había acabado, sus esperanzas, sueños, relaciones, incluso maldades y odios, truncadas por acción de otro… Y justo ahí radicaba la mayor debilidad de Ron: la empatía con las víctimas. La peor pesadilla de un policía, ni hablar de un forense.

Todo esto veía Sam en los ojos de su orondo compañero, enrojecidos por la falta de sueño, y casi estuvo tentado de no pedirle que le explicara qué había descubierto…

Pero claro, no iba a tener la suerte de poder hacerlo.

– ¿Qué tenemos, Ron?

– Sígueme.- dijo Ron cerrando su carpeta.

El forense condujo al detective a través del equipo de policías que se encontraban fotografiando el lugar que había resultado ser la escena de un crimen.

– Bien, tenemos una furgoneta Ford del noventa y ocho, de color negro y con cuatro hombres en su interior. Dos de ellos hubieran hecho que yo pareciera un irlandés muerto de hambre. – Sam pensó que, al menos, se lo tomaba con buen humor. – Todos metidos en la furgoneta cuando se estrella, se prende fuego, y mueren. Punto final.

– Eso me suena a accidente de tráfico normal y corriente. ¿Qué más has encontrado?

– La clave la encontró el de la empresa de seguros. Según las huellas de neumáticos que se han conservado a pesar de la lluvia, el coche aceleró bruscamente desde una posición de parado a unos 70 metros en esa dirección. – Ron se detuvo y señaló la calle que se cruzaba con la que ellos se encontraban. Sam se cubrió los ojos con la mano y se acordó que en la guantera del coche tenía unas gafas de sol que no usaba desde hacía un par de años, cuando aún trabajaba por el día. – La furgoneta atravesó la calle, – continuó Ron – y basándonos en la potencia del motor, la distancia, los daños producidos y la carga que llevaba, hemos estimado que la velocidad en el momento del impacto era de unos cincuenta kilómetros por hora.

El instinto policial de Sam se activó y le hizo mirar a Ron con un atisbo de sorpresa.

– Vaya, eso si es interesante.

Como ambos sabían, un accidente a esa velocidad sólo era mortal cuando había un agravante externo, como un impacto lateral o frontal con otro coche, o con un objeto especialmente rígido, como un bloque de hormigón armado. Pero el choque había sido de refilón y contra una pared de ladrillo que se había desmoronado. Sam había visto a gente salir por su propio pie de accidentes mucho mas graves y con solo dolor de cuello durante una semana. Ron continuó con su informe.

– Si, sobre todo si cuentas con que todos llevaban el cinturón de seguridad. Era la velocidad justa para que el vehículo fuera dañado de forma importante y saltaran los airbags, pero lo suficientemente baja como para salir indemnes. Pero no lo hicieron…

– … Porque ya estaban muertos… – concluyó Sam.

– Exacto. Ven.

Llegaron a donde estaba la furgoneta. Era prácticamente un amasijo de hierros retorcidos y chamuscados, con alguna parte aún humeante, sobre un enorme charco de aceite y el agua de la extinción del incendio. Estaban procediendo a extraer el último de los cuerpos. Uno de los corpulentos, según Ron, que estaba sentado en la parte de atrás.

Sam supo que la imagen del cadáver le iba a acompañar un tiempo. Aunque como encargado del caso terminaría viendo los cuerpos carbonizados en algún momento, contaba con hacerlo sólo en fotografías. La escena del crimen siempre tiene algo que inquieta, algo maligno que flota en el aire, algo enrarecido, extraño, y que no debería estar ahí. El residuo de la muerte.

– ¿Entiendes lo que te decía? – pregunto Ron. – Es bastante impresionante, yo no había visto nada igual. – El forense bajó la vista hacia su carpeta. – Varias señales nos indican que al menos estaban inconscientes en el momento del accidente, por suerte para ellos, y otras nos confirman que ya llevaban muertos entre una y dos horas…

A Ron no le costó entender que su colega ni estaba tan entusiasmado, ni tan acostumbrado como él a ver cadáveres en este tipo de estado y situaciones pero, como era su jefe, prosiguió con su informe.

– Las ventanillas estaban abiertas antes del accidente, y los seguros no estaban echados. Por otra parte, el estado de las uñas no sugiere que intentaran liberarse bruscamente. Ni siquiera que les doliera. Además, hay una importante cantidad de sangre en el suelo del coche. La grasa provoca una reacción con la sangre caliente cuando se derrite, pero en este caso no ha sido así con la de los de atrás, sino que la sangre aparece como una costra rígida y sólida…

Sam llevaba diez minutos arrepintiéndose de haber cogido aquel pedazo de tarta, pero tenía que preguntar…

– ¿Y eso… qué significa? – se imaginó el charco de sangre con la cobertura de caramelo casero de su tarta y se quedó lívido tratando de reprimir una arcada.

– Significa que toda la grasa se evaporó rápidamente dejando sólo el residuo sólido, por lo que deducimos que la fuente del fuego se encontraba en el suelo y, que además, por otras razones, hemos descubierto que fue producido por gasolina.

– Bien. – pudo articular Sam en voz baja. – Eso confirma que fue provocado, ¿no? Obviamente para ocultar la huella del asesinato… ¿Pero sabemos cómo murieron?

Ron tamborileó los dedos en su carpeta nerviosamente y se apoyó en los talones. Sam puso los ojos en blanco y le aseguró que podría soportarlo. En realidad, no estaba muy seguro, pero lo intentaría.

– Pues basándonos en las marcas que ha dejado el fuego en los cuerpos y en los… bueno.. restos que hemos encontrado al lado de las huellas de neumáticos al otro lado de la calle y en la carrocería… creemos que fueron atacados por animales, Sam.

– ¿Y qué tipo de animal?

– Las pruebas que hagamos en laboratorio sobre las huellas de dientes en los huesos serán las que determinen cuál de las hipótesis que barajamos es la correcta. Ya hay una tabla de apuestas en el departamento. Yo voté por murciélagos, aunque la que encabeza la lista de favoritos son las ratas… – el forense cerró sus ojillos como si se tratara de un juego entre niños.

– ¡Que cojones! ¿Cómo van a devorar unos murciélagos a cuatro hombres adultos?

– Eso todavía no lo sabemos. Hemos hablado con una especialista, y colaborará en el caso. Se llama Samantha Green.

Sam miró a Ron incrédulo, sin asumir lo que su colega le acababa de decir.

– Joder… ¿Cuántos harían falta para…? – Sam no podía terminar la frase. La imagen del cadáver cuarteado y quemado le revolvió las tripas. Sam contuvo una arcada a duras penas.

– Cientos, al menos… – dijo Ron. – Si fueran ratas, serían necesarias menos, pero el hecho de que no pudieran defenderse, sugiere un animal más pequeño.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que acaso estaban vivos?

– Si, señor, creí que lo había dejado claro…

Sam pensó en ese momento que comprar ese pedazo de tarta había sido tirar el dinero.

Published in: on 7 diciembre 2010 at 11:33 pm  Comments (2)  
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